Era un día de verano
y de mar muy calma
en el que mis pasos
se perdían por la playa.
El cielo brillaba con tesón
como si no hubiera más nada
de horizonte a horizonte
que su azul y sus nubes blancas.
El mar cantaba en voz baja
en el idioma de las olas lentas
sus gestas y sus corrientes
y las del viento y la tormenta.
Me dejé caer sobre
el sostén de la arena.
¡Sus dunas hicieron como olas,
olas de mar serena!
La arena tomó mis manos
y a mi corazón un capricho.
Mis palmas ardían de piedra,
mi pecho de sueños sencillos.
Levanté un castillo de arena,
de paredes de oro liso,
de almenas orgullosas,
de sombríos pasadizos.
¿Qué más noble refugio
tuvo jamás un señor,
hijo como en mito
de una tarde de sol?
Mas se hizo hora de irme.
No era mi sino ver a las mareas
devorar a la playa entera
y derrumbar mi fortaleza.
Por que...
¿Qué le espera a la arena
cuando se yergue contra
el embate de las olas?
¿Que sabe el mar
sobre paredes y sombras
y rampas y almenas?
¿Que lugar guarda
la naturaleza
para obra tan ingenua?
No creo que el tiempo
haya perdonado
a mi frágil fortaleza.
Pero tal vez algún día
alguien camine por la playa
un distraído paseo.
Y encuentre paredes de arena.
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